En 1953, Aleksandr Solzhenitsyn fue liberado tras cumplir condena durante siete largos años en la vasta red de campos de trabajo forzados de la Unión Soviética. Enviado a un exilio interno en Birlik, en el Kazajistán rural, Solzhenitsyn enfermó, superó un cáncer, escribió varios libros y, a partir de 1958, se embarcó en la que sería la empresa literaria de su vida: la escritura de Archipiélago Gulag, la novela que explicaría al mundo la realidad del Gulag.
Publicado en 1973 (no en Rusia, claro), fue un éxito inmediato, espoleado acaso por su reciente Premio Nobel en 1970. Sea como fuere, el término “archipiélago” vino a definir la realidad de los campos de concentración soviéticos: una red errática que conectaba nodos a menudo aislados en la inmensidad geográfica de Rusia. Un sistema de células individuales que formaban un todo sostenido por los cuerpos y la mano de obra esclava de miles, millones de prisioneros.
Hacerse una idea de la inmensidad del Gulag es complicado. Por lo pronto, Gulag es un acrónimo, traducible aproximadamente a “Dirección General de Campos de Trabajo Correccional y Colonias”. Los campos respondían a una doble necesidad del estado soviético: asegurar la represión de las voces disidentes o sospechosas de serlo y explotar los gigantescos recursos naturales de Rusia a bajo precio.
Heredero de los exilios internos siberianos explotados por los zares, el sistema alcanzó su apogeo bajo Ioseph Stalin. Su grado de extensión e importancia se entiende mejor con este mapa. A cada punto, un campo:
Las revelaciones de Solzhenitsyn y las investigaciones posteriores al deshielo y a la caída del muro de Berlín permitieron conocer mejor la cruda y terrible realidad de un circuito represivo en el que los prisioneros se utilizaban para diversas funciones. Durante dos décadas, excavaron pozos, perforaron suelos, extrajeron recursos, construyeron ferrocarriles polares inacabados, levantaron ciudades y finalizaron canales que conectaban la Rusia interior con el Báltico.
Dentro de Rusia, el Gulag pronto se convirtió en la principal amenaza para los disidentes, librepensadores, antirrevolucionarios y opositores de toda condición. Las cifras son muy dudosas, en tanto que no se guarda registro de todas las altas y bajas (dado el normal secretismo soviético), pero se calcula que hasta 1.000.000 de personas pudieron perder sus vidas en el circuito de campos. A su cierre, alrededor de 14.000.000 de prisioneros habían pasado por el sistema.
De forma lógica, las huellas de tan vasta red de campos de concentración son aún muy presentes en la geografía rusa. Especialmente en las muchas zonas que, como todos los mapas que circulan por Internet ilustran, deshabitadas en las que aterrizó el Gulag en busca de recursos. No es casual su omnipresencia más allá de los Urales ni su sorprendente densidad en las zonas gélidas del norte del país. El archipiélago tenía una función política, pero también instrumental.
En Xataka | La carretera de los huesos de Siberia, la huella aún visible del Gulag soviético
*Una versión anterior de este artículo se publicó en noviembre de 2017